Leyenda: El Encanto de Saraja.
Aquella tarde de 1980, un grupo de estudiantes del colegio Julio C. Tello trepaba a toda prisa por una de las paredes del muro perimétrico. Se apuraban uno al otro mientras más allá uno hacía de campana.
Pum! sonó la mochila. Plaf! Los pies al caer. Fueron cinco golpes igual. Luego una carrera a toda prisa y risas que celebraban aquella palomillada. Varias cuadras después se detuvieron jadeantes a tomar aire.
Miraron a todos lados y antes que alguien reconociera la insignia, se metieron a una construcción. Los pantalones y camisas de uniforme fueron saliendo para ponerse shorts y polos. Las zapatillas fueron lo último del atuendo. Finalmente, salieron de aquel improvisado vestuario y con una sonrisa de triunfo dirigieron su mirada al coloso de arena que los observaba.
La caminata iba viento en popa. Por aquellos años, pasando el cruce de San Joaquín no había más que una enorme pampa cercada con sendos letreros que anunciaban «propiedad de Lafontela» y frente suyo el cementerio nuevo, aún despoblado.
Los chiquillos de tercero y cuarto de secundaria disfrutaban de aquella travesura como de una hazaña épica. Un viaje de exploración al corazón mismo de la Arabia Saudí. En sus mentes adolescentes, se veían marchando por entre las dunas cual legión extranjera en busca del fuerte francés. Eran Lawrence de Arabia y sus tropas en busca de aventuras. Nada los detendría.
Rato después estaban allí, frente a aquella mole de arena, impavida y silente. Mágica y misteriosa. Un antiguo Apu pre inca, al que había que tener respeto.
Pero como los chicos son chicos, todo les valía cinco reales. Se sacaron las zapatillas y a trepar se ha dicho.
Pepe Lucho, el mayor del grupo, se sacó el polo atándolo en la cabeza como si fuera un turbante, dos más siguieron su ejemplo, mientras que los otros se lo pusieron en la cintura.
Subir al cerro parece sencillo, pero no lo es. La arena te jala los pies, te hunde, haciendo que te canse más. El sol de la tarde quemaba la espalda dejando la piel tostada.
Una hora después llegaron a la cúspide. Coronaron la hazaña. Desde la cruz se observa todo el valle, el verdor de la campiña y lo pálido del cemento. Se ve la torre de Luren y se oyen las campanas de San Francisco. Puedes ver las dunas de Huacachina y se distingue el cauce del río Ica.
Coco, señaló abajo y sonriendo vieron una pequeña cocha, los restos de la antigua laguna. Bajaron corriendo, cayéndose, rodando, con la cabeza llena de arena y el rostro rojo de la risa.
Pocos minutos después, dejaron las mochilas cerca de una palmera y quedándose en calzoncillos, se lanzaron a la cocha. No hay duda, es la mejor tarde de nuestra vida.
Rieron y jugaron, mataperrearon hasta que las sombras de la tarde y la luna llena empezó a dibujarse a la distancia. Se vistieron a toda prisa. Tenían que llegar antes de la salida del colegio. Pepe Lucho miró a su tropa percatadose que faltaba uno. Calin, el de tercero, no estaba. Seguro ya se fue sin decir nada, dijo Miguel, ese es medio raro. Levantaron los hombros y marcharon de retorno.
A eso de las nueve, tocaron repetidamente la puerta de la casa de Pepe Lucho. Era Miguel. Tenía la mirada desencajada y la voz temblorosa. Calin no aparecía.
Se juntaron con los vecinos y los papás del desaparecido. La señora lloraba asustada. Su hijo jamás llegaba tarde. Ricky, uno de los chicos del grupo, les susurró que debían confesar dónde lo habían visto por última vez. Estás loco, respondió Coco, mi viejo me flagela si se entera que me escape del colegio.
Se formaron varios grupos y marcharon en distintas direcciones buscando al púber. Tres horas después volvieron a reunirse sin reportar suerte alguna. La madre de Calin lloraba desconsoladamente. Los cuatro amigos se miraron en silencio y pudiendo más el dolor de la mujer que el miedo al castigo, confesaron la travesura.
Todos marcharon llevando sus linternas y botiquines. Había que apurarse, eran más de las once de la noche y había luna llena. Era noche de «encanto».
Pepe Lucho iba señalando la ruta hasta que llegaron a las faldas del cerro. Se veía aterrador. Buscaron la cocha en grupos sin hallarla. Parecía que el encanto no quería revelar su ubicación. Ya era casi medianoche, y nada.
Don Juan, el más viejo del grupo dijo que había que hacer un «pago al cerro» para que «revelará la cocha» antes que fuera muy tarde. Caminó hasta los pies del cerro con una cajetilla de cigarros y una botella de aguardiente que llevaba en la mochila. Sospechaba que algo así podía pasar. Rezó varias veces y habló en un idioma antiguo, uno que ya casi nadie hablaba. Dejó los cigarros y roció el licor, luego con voz fuerte ordenó al cerro.
A la distancia, débil, casi inaudible se escuchó la voz del muchacho que pedía auxilio. Todos corrieron iluminando hacia donde el toñuz crecía más espeso. Allí junto a una palmera, abrazado de su tronco, y hundido hasta el pecho, estaba Calin a punto de desfallecer.
La arena fofa apenas permitía caminar sin hundirte. Hicieron una cadena humana y llegando dónde estaba el muchacho, lo arrastraron hasta sacarlo.
Días después, Calin contó, que cuando sus amigos se iban aquella tarde, una mujer atractiva se sentó a su lado y pidiéndole que la ayude lo llevó hasta una cueva en las faldas del cerro. Vio en el interior gente que conversaba y una banda de músicos que interpretaba melodías tristes. Para el no había pasado el tiempo, hasta que oyó una voz que lo llamaba, e incorporándose salió a su encuentro, extraviado en la oscuridad que lo rodeaba, ingresó en la cocha, quedando atrapado donde fue hallado.
Fuente: Ica: Atrapados por el tiempo – Oscar Calmet
Ancianos contaban que en los atardeceres se veía a una hermosa mujer que bailaba al son de una música alegre y que si algún humano la miraba seria atraído por esta doncella al centro de la laguna donde se hundiría y desaparecería para siempre. De esa manera en cerro Saraja existían varios encantados los cuales en las noches salían a recorrer las dunas en busca de más acompañantes. Pero el encanto de Saraja no era solo para personas inocentes sino también para mortales codiciosos y perversos, es más un gran número de encantados siempre fueron personas de mal vivir.
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